«¿es posible, sin embargo, que ocurra así? –se decía–. ¿es posible que esta criatura que conserva todavía la pureza del alma termine por hundirse deliberadamente en el fango? ¿no ha dado ya el primer paso? y si ha podido soportar semejante vida, ¿no es porque el vicio ha perdido ya para ella su horror? ¡no! ¡es imposible! –exclamaba para sí como poco antes había exclamado ante sonia–: ¡no, lo que hasta este momento le impidió suicidarse es el temor a cometer un pecado y el interés que «ellos» le inspiran…! y si no se ha vuelto loca… pero ¿quién dice que no lo esté? ¿goza acaso de todas sus facultades? ¿puede ir uno a la perdición con esa tranquilidad y cerrar los oídos a las advertencias? ¿espera tal vez un milagro? indudablemente. ¿no son éstos claros indicios de enajenación mental?»
se detenía obstinadamente en esta idea. sonia está loca. tal perspectiva le desagradaba menos que las demás. y empezó a examinar atentamente a la joven.
–¿rezas mucho, sonia? –le preguntó.
la joven guardaba silencio; raskolnikov, de pie a su lado, esperaba la respuesta.
–¿qué sería de mi sin dios? –dijo ella en voz baja pero enérgica, con sus ojos brillantes, y estrechándole fuertemente la mano.
«vaya, no me engañaba». se dijo para sí, y añadió, dirigiéndose a sonia para aclarar sus dudas:
–pero, ¿qué es lo que dios ha hecho por ti?
sonia permaneció en silencio, como si no se hallase en estado de responder. la emoción henchía su débil pecho.
–¡cállese! ¡no me pregunte! usted no tiene derecho…–exclamó de pronto, mirándole encolerizada.
«¡eso está bien!», pensó raskolnikov.
–¡dios lo puede todo! –murmuró ella rápidamente, volviendo a mirar al suelo.
«¡he aquí el recurso! ¡ya encontró la explicación!», concluyó él mentalmente y mirando a sonia con ávida curiosidad.
experimentaba una sensación nueva, extraña, casi insana, al contemplar aquella carita pálida, demacrada, angulosa, aquellos ojos azules y dulces que podían despedir tanto fuego y expresar una pasión tan vehemente, y aquel cuerpecito que temblaba de indignación y de cólera; todo aquello le parecía cada vez más extraño, casi fantástico.
«¡está loca, loca!», se repetía para sí.
sobre la cómoda había un libro. raskolnikov se había fijado varias veces en él en sus idas y venidas por la habitación. por fin lo cogió y lo examinó. era una traducción rusa del nuevo testamento, un libro antiguo encuadernado en piel.
–¿quién te ha dado esto? –le gritó a sonia desde un extremo de la habitación.
la joven continuaba en el mismo sitio, a tres pasos de la mesa.
–me lo han prestado –respondió ella como a su pesar y sin mirar a raskolnikov.
–¿quién te lo ha prestado?
–isabel; se lo pedí yo.
«¡isabel! ¡qué extraño!», pensó él.
todo lo que se refería a sonia adquiría por momentos un aspecto más extraordinario. se acercó a la luz con el libro y empezó a hojearlo.
–¿dónde está lo de lázaro? –preguntó bruscamente.
sonia, con los ojos obstinadamente clavados en el suelo, guardó silencio; se había apartado ligeramente de la mesa.
–¿dónde está la resurrección de lázaro? búscamela, sonia.
la joven miró de soslayo a su interlocutor.
–no está por ahí…, está en el cuarto evangelio… –dijo secamente y sin moverse del sitio.
–busca ese pasaje y léemelo –dijo.
luego tomó asiento, se puso de codos en la mesa, apoyó la cabeza en la mano y mirando de soslayo se dispuso a escuchar con aire sombrío.
sonia vaciló antes de acercarse a la mesa. el extraño deseo expresado por raskolnikov parecía poco sincero. sin embargo, tomó el libro.
–¿acaso no lo ha leído usted? –le preguntó sonia, mirándole de reojo.
su tono se hacía cada vez más duro.
–hace tiempo…, cuando era niño. ¡lee!
–¿no lo ha oído usted en la iglesia?
–no…, no voy nunca a ella. ¿vas tú con frecuencia?
–no –balbuceó sonia.
raskolnikov sonrió.
–comprendo… entonces, ¿no asistirás mañana a las exequias de tu padre?
–sí. la semana pasada fui también a la iglesia… asistí a una misa de requiem.
–¿por quién?
–por isabel. la mataron a hachazos.
los nervios de raskolnikov estaban cada vez más irritados. empezaba a darle vueltas la cabeza.
–¿tenías amistad con isabel?
–sí…, era buena…, venía a mi casa… raras veces…, no podía hacerlo con facilidad. leíamos juntas algunas cosas y… charlábamos. ahora ve a dios.
raskolnikov se quedó pensativo. ¿qué misteriosas conversaciones podían mantener aquellas dos idiotas de sonia e isabel?
«¡yo mismo me volvería loco en esta habitación! ¡aquí se respira locura!», pensó.
sonia continuaba vacilando. su corazón latía con violencia. parecía como si tuviera miedo de leer. raskolnikov miró con una expresión casi dolorosa «a la pobre alienada».
–¿qué puede importarle eso, si usted no cree…? –murmuró con voz sofocada.
–¡lee, lo deseo! –insistió–. ¿no le leías a isabel?
sonia abrió el libro y buscó el pasaje. sus dos manos temblaban, la voz se detenía en su garganta. intentó leer dos veces y no pudo articular ni una sílaba.
–«cierto lázaro, de betania, estaba enfermo…» –comenzó al fin, haciendo un esfuerzo, pero de repente, a la tercera palabra, su voz se hizo sibilante y quebróse como una cuerda demasiado tensa. su oprimido pecho estaba falto de aliento.
raskolnikov se explicaba en parte la vacilación de sonia en obedecerle, y, a medida que la comprendía mejor, reclamaba imperiosamente la lectura. se daba cuenta del trabajo que le costaba a la joven abrirle en cualquier forma su mundo interior.
evidentemente, ella no podía determinarse sin trabajo a hacerle la confidencia de unos sentimientos que tal vez desde su adolescencia la habían sostenido, que habían sido su viático moral, cuando entre un padre borracho y una madrastra enloquecida por la desgracia, entre unos niños hambrientos, no oía más que reproches y clamores injuriosos. raskolnikov veía todo aquello, pero también veía que, a pesar de aquella repugnancia, ella tenía grandes deseos de leer, de leer para «él», sobre todo «ahora», «aunque pasara lo que fuera después»… los ojos de la joven, la agitación de que ella era presa se lo dijeron… por un violento esfuerzo sobre sí misma, sonia logró dominar el espasmo que le oprimía la garganta y continuó leyendo el capítulo once del evangelio según san juan...
viernes, 8 de julio de 2011
fiódor dostoyevski. de crimen y castigo, 1866
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